Copacabana no resiste más tanta pasión, tanto color y, por sobre todas las cosas, tantas emociones juntas. Se muere el primer tiempo del duelo entre Brasil y Holanda. La “naranja” se impone con claridad y los dueños de casa tienen clavados los ojos en la arena.
No son las 18 aún y el sol comienza a despedirse de la playa. “Está todo bien, ya los gastamos demasiado en el último duelo. No tiene sentido seguir haciéndolo”, avisa Julio Martínez, empleado de comercio bonaerense que no saca los ojos de la pantalla gigante del fan fest. Él, como otros miles, no pudieron ingresar al predio y se tuvo que conformar con mirarlo desde afuera, con las olas en las espalda y los cerros en el horizonte. No está mal.
Río de Janeiro es una caldera. Cada vez quedan menos horas para ver el encuentro que todos soñaron ver y jugar alguna vez. ¿Quién no se imaginó levantar la Copa del Mundo en la canchita polvorienta del barrio? Los recuerdos aparecen y también los temores.
El sueño de todos
Reina el respeto en el fan fest. Cada vez son menos los argentinos que se detienen a mirar el cotejo por el tercer puesto. Sentados en cualquier parte, con cualquier tipo de alcohol en sus manos, piensan en el futuro. “Estamos muy ansiosos, necesitamos de este triunfo. El país necesita de una alegría y varias generaciones como la mía, queremos dar una vuelta olímpica. No alcanza con ver los goles de (Mario Alberto) Kempes y de (Diego) Maradona. ¡Vamos Argentina! ¡Canten amargos!”, grita Mario Herrera, tucumano de 25 años que aún no sabe lo que es ver levantar la Copa del Mundo. El tiempo, el maldito tiempo, dirá si el equipo de Alejandro Sabella está en condiciones de lograr la tercera corona de su historia.
La noche avanza a paso firme y el banderazo argentino se robó toda la atención. Por primera vez en tres días, la luna se presenta ante la invasión de los argentos locos que no paran de andar.
Sergio, primo de Mario, tiene cinco años más. Casi no se acuerda de México ‘86 y con Italia ‘90 sufrió su primer trago amargo. “Hace dos días que no duermo de los nervios. Doy vueltas en la cama y no puedo parar de pensar. No sé si el técnico está tan nervioso. Hace dos años que no salgo de vacaciones para poder estar aquí. Cumplí parte de un sueño y mañana (por hoy) espero que lo termine de completar”, dice este contador público nacional con lágrimas en los ojos mientras sus amigos, en vano, intentan consolarlo.
Nada más importa
Copacabana está loca. Mientras cerca de 100.000 personas disfrutan del juego, una demostración de religiosos hindúes encabezada por dos travestis cruza la avenida Atlántica. Nadie entiende nada.
Algunos hinchas se suman y bailan a la par de los monjes calvos vestidos con túnicas naranjas.
“¡Vamos Argentina!”, se escucha a lo lejos y comienza a sumarse gente. Aparecen dos fanáticos de Colón con bandera y las hacen revolear al viento. Se suman los bombos y los redoblantes. Ya no hay manera de frenar ese pogo interminable.
“No me interesa nada. Mis viejos casi se mueren cuando les avisé que me venía a Brasil. Aquí estoy, no tengo entrada y ni pienso pagar una fortuna. El aguante estará acá, en Copacabana. Los jugadores ya lo saben. Ojalá que vengan a festejar con nosotros”, afirma Luciana García, salteña y empleada bancaria en “La Linda”.
Ya no hay manera de parar el pogo. Vuela la cerveza por el aire. El mismo destino tendrán los vasos de caipirinhas. Los europeos pasan al lado y no entienden nada. Y cuando la horda comienza a cantar “Brasil, decime qué se siente...” se produce la primera sorpresa del día. “Vaimos aryentina”. Es un grito de mujer.
Nilmar Santos es paulistano. Sin ningún tipo de pudor, el mecánico que tiene puesta la camiseta de Brasil, filma a los hermanos aryentinos. “Gracias a ellos esto tiene calor y color. Nosotros dimos vergüenza, ustedes, hermanos, son nuestra salvación. Quiero que su alegría contagie a nuestro pueblo”, dice mientras apaga la cámara de su celular y se marcha de allí mientras los loucos no paran de saltar, como no lo harán durante toda la noche.